Bolivia, ascensión al Huayna Potosí 6.088

PRONTO, EL SONIDO DE NUESTROS CRAMPONES CRUJIENDO SOBRE LA NIEVE DURA QUEBRÓ EL SILENCIO SAGRADO DE LA NOCHE

Llegué a La Paz a las 12 de la noche; dormí poco y mal por los primeros síntomas derivados de la altura (3.700 m), respiración agitada y taquicardia.

A la mañana desayuné mate de coca para ver si me entonaba. Pregunté en varias agencias y me decanté por la opción de un trekking de tres días para aclimatarme y una ascensión final a un pico.

Las recomendaciones generales eran permanecer al menos siete u ocho días en La Paz antes de realizar alguna actividad de ese tipo pero yo no disponía de ese tiempo. De alguna manera me arriesgué y decidí hacerlo así, quizá un poco inconsciente y demasiado confiado en mi forma física.

El trekking fue alrededor del Parque Nacional Condoriri, oscilando entre alturas de 4500 y 5000 m. Iba yo solo con el guía, lo cual me daba tranquilidad, el ritmo de la marcha lo pondría yo, nadie tendría que esperarme ni yo esperar a nadie.

Los paisajes eran de una belleza descarnada. La única vegetación visible en kilómetros a la redonda y que soporta los rigores del clima es la paja brava, único alimento de las llamas cuando apenas ha sobresalido un poco de la tierra. Los tonos variaban entre el pardo, el amarillo y el ocre. Transmitían una inmensa sensación de desolación y soledad que me atraía, era como si estuviese en un paraje olvidado sin coordenadas. En ocasiones, a modo de milagro, bordeábamos pequeñas lagunas de diversos colores, verde-grisáceas al atardecer con múltiples puntos de luz en una danza caótica sobre la superficie, azules imposibles sobre un fondo marrón infinito en otras, y emergían de repente enormes picos cubiertos de nieve petrificada y eterna como espectadores atónitos ante un lugar que no es el suyo. Los días eran claros y luminosos. En el cielo aparecían vetas nubosas que flotaban deshilachadas, como retales de tejidos de gasa desgarrados por el viento. Los caminos eran polvorientos pero en ocasiones atravesábamos zonas mullidas de musgo seco amarillo con capas de hielo sobre la superficie. Encontrábamos pequeñas construcciones de adobe de planta baja de forma dispersa, algunas habitadas. En éstas pasamos un par de noches. Constituía un espectáculo inmenso, silencioso, estar allí bajo un manto azul oscuro y estrellado, en medio de la nada, con el viento gélido y seco barriendo el páramo donde sólo las llamas transmitían una sensación de vida. Había una pureza en la noche fría indescriptible. Las montañas eran siluetas oscuras recortadas en el vacío profundo donde la nieve aparecía opaca y lejana. Mientras, todo aquello permanecía ajeno a nosotros dentro de la casa.

La mayor parte del recorrido transcurría por laderas de valles aunque hubimos de salvar algún paso a 5000 m. Sentía cierta fatiga al subir pendientes que me obligaba a aminorar el paso. Con todo, salvo algún dolor de cabeza por la noche me fui encontrando progresivamente cada vez mejor.

La prueba de fuego vendría a partir del cuarto día. Llegamos a un refugio de montaña a 4700 metros con la intención de hacer cumbre en dos días al Huayna Potosí, un pico de 6.088 metros de altura. Descansaría un día antes de afrontar la ascensión. Aun así, tenía una gran incertidumbre sobre cómo me podría sentir a esas alturas a pesar de que durante el trekking previo había cogido bastante confianza. Me había ido aclimatando bien, pero siempre en alturas que rondaban los 4500-4700 m.

La ascensión se realizaba en dos fases. Se partía del refugio después del almuerzo, a la una del mediodía más o menos, hacía el campamento alto, visible desde el mismo refugio, instalado en una plataforma rocosa a 5300 metros de altura. Tardamos aproximadamente tres horas en llegar y me resultó bastante costoso. Porteábamos todo el equipo pesado para pasar varias horas en el campamento y acometer posteriormente en la noche la ascensión final. Cenamos a las cinco de la tarde para relajarnos durante el mayor tiempo posible. Disfrutamos brevemente del atardecer malva y rosa sobre el horizonte en los picos nevados a nuestro alrededor antes de irnos a descansar. Tendríamos que despertarnos a la una de la madrugada para iniciar el camino a la cumbre sobre las dos. Apenas pude dormir durante esas horas previas interminables. La excitación, la incertidumbre ante lo que se me avecinaba me impedían cualquier intento de conciliar el sueño. Tras vueltas y más vueltas en el fino colchón y mirar repetidamente el reloj, llegó la hora de levantarse. Me acompañaban dos chicos jóvenes bolivianos que iban con su propio guía. Mi máxima preocupación era salir lo más abrigado y caliente posible del campamento. No podría esperar entrar en calor allí fuera. Una vez colocado todo el equipo, botas, crampones, arnés, cuerdas y ropa de abrigo, iniciamos la marcha.

Adentrarnos en las mismas entrañas de la montaña, en medio de la noche, era algo misterioso y sobrecogedor. Me encontraba un tanto eufórico, no sé si por la cafeína que tenían las pastillas que tomé antes de salir para el dolor de cabeza. Pronto, el sonido de nuestros crampones crujiendo sobre la nieve dura quebró el silencio sagrado de la noche. La luz escasa de nuestros frontales se diluía en un fondo oscuro e interminable. Al mirar atrás, contemplaba las linternas de otros grupos como islas náufragas de luz a la deriva en medio de un mar de oscuridad. Las ráfagas de viento, aunque inconstantes, eran heladoras. Comencé a asustarme un poco cuando se me empezaron a entumecer los dedos de los pies. Tenía que concentrarme para ir moviéndolos en cada paso, poco a poco mejoré aunque me ocurrió lo mismo en varias ocasiones, algunas en los dedos de las manos. El paso era ralentizado, monótono, aunque según el guía íbamos a muy buen ritmo. De hecho, me preocupó la idea de llegar a la cima antes del amanecer. Pronto desaparecería ese temor. Desfilábamos en silencio antes inmensas moles de hielo sombrías, estáticas, ante un paisaje inerte. El sonido de mi respiración era cada vez intenso y a medida que iba subiendo me iba encontrando más pesado. A partir de los 5800-5900 m aproximadamente comenzó mi calvario particular. Me invadió un profundo cansancio general, sentía sueño y una mezcla de náuseas y dolor de estómago. Hacía esfuerzos por beber – la botella estaba parcialmente congelada- y comer algo que me dio el guía, ya que me olvidé la bolsa de la comida. Tenía que detenerme cada pocos pasos y lo que era peor, ni siquiera así tenía sensación de descanso. De repente, la mochila se convirtió en un fardo insoportable aunque apenas llevaba peso –la cámara, un poco de agua, un chaleco plumífero y guantes de repuesto- y el piolet lo tenía que sostener con las dos manos -me acordé de las palabras de uno de los chicos que me dijo horas antes que allá arriba cualquier peso se volvía de plomo-. Procuraba respirar profundamente pero era como si no me cundiera. Miraba hacia arriba y aún veía allí encima inmóvil el pico final y todo lo que me aguardaba todavía.

Alpinista

Comenzó a despuntar el alba con unas líneas naranjas paralelas, nítidas e incandescentes, sobre un fondo violáceo oscuro difuso en el horizonte lejano. Fue algo extraordinario aunque no estaba en las mejores condiciones para apreciarlo. No sé muy bien cómo, pero continué subiendo y subiendo. Tenía cierto embotamiento mental y pensaba muchas cosas, ahora era realmente consciente de lo que suponía desafiar el territorio de una  montaña. En lugar de afrontar el último tramo por una pala de nieve dura directa hacia la cima, dimos un pequeño rodeo. Atravesamos unos escalones rocosos y continuamos por una cresta helada. Vi a dos montañeros un poco más arriba. “Sólo un poco más”, pensaba. ¡Uf!, no podía creerlo. Estaba allí, a 6088 metros de altura. Sentí que había rebasado mi propio límite. El sol había aparecido justo en frente de nosotros tímidamente. Bajo mis pies una sucesión de picos minúsculos con restos nevados que se alargaban hasta confluir con el azul difuminado del cielo. Detrás, el pico proyectaba una inmensa sombra piramidal sobre la altiplanicie marrón. A un lado, el lago Titicaca y al fondo la región de los Yungas. Tenía pensado hacer varias oraciones – el espiritualismo budista de“Los vagabundos del Dharma” de Kerouac, que había leído recientemente, había hecho mella en mi-  pero ni siquiera me acordé entre el cansancio y el frío. No pude disfrutar mucho más, no sentía los dedos de la mano y había que iniciar el descenso. Desde luego, aún no había terminado la jornada. Deseaba regresar al campamento alto cuanto antes y echarme a dormir aunque sabía que eso no era posible. Debíamos bajar hasta el refugio inicial a 4700 m. Comenzamos lentamente, el sol ya calentaba bastante y pronto empecé a sentir calor. Ahora se descubría un paisaje de hielo y nieve refulgente bajo un cielo diáfano cuando pocas horas antes era todo una masa informe de sombra y oscuridad. No me sentía con ganas ni siquiera de hacer fotografías. De repente tenía mucha sed, el agua de la botella seguía muy fría y solo podía beber pequeños tragos que no me aliviaban.  Después de quitarme algo de ropa y descender más me fui encontrando mucho mejor.

El montañero Victor Salazar

La visión del campamento alto más abajo me reconfortó y aceleré el paso. Después de rodear gigantescas paredes blancas con formas de ola enlazamos la ladera que nos conduciría al mismo. Desde aquí divisaba el primer refugio en la orilla del lago, adonde tendríamos que llegar finalmente, bastante más abajo. Desde allí ahora nosotros pareceríamos un rosario de hormigas sobre una superficie blanca, tal y como me habían parecido otros grupos que había observado yo en los días previos. Una vez en el campamento alto, comimos algo, recogimos los sacos de dormir y nos quitamos las botas rígidas. El último tramo hasta el refugio consistió en un camino  pedregoso y polvoriento. Tenía que mantener la concentración para buscar apoyos en los que sostener los pies ya que gran parte del camino se encontraba lleno de grava y arenilla suelta tremendamente resbaladiza. Atravesamos un auténtico canchal saltando como cabras. Me sentía mucho más ligero y apenas notaba fatiga muscular. Marchábamos francamente rápido, impelidos ya por la prisa por llegar. Cruzamos la pasarela de la represa del lago y entramos por fin en el refugio. Increíblemente no me encontraba cansado, no entendí muy bien qué me ocurría. En realidad el desnivel acumulado tampoco fue demasiado importante, de ahí que no me dolieran los músculos. Sentía que regresaba de otro mundo, como un astronauta,  desde aquel pico lejano a 6000 metros de altura, donde el aire es delgado. Recuperé el apetito, comimos el almuerzo y regresamos a La Paz.

Texto y fotografia de Victor Salazar Navarro

8 thoughts on “Bolivia, ascensión al Huayna Potosí 6.088

  1. No se podia esperar menos de alguien que lee tan bien los ECG.
    Casi no habia hecho falta que pusieras fotos, con la descripcion uno se puede hacer a la idea de que esta alli mismo.
    Eres un orgullo para mi.

  2. Menuda descripcion, mientras leemos sufrimos contigo, pero descubrimos a traves de tus ojos
    la belleza que nos perdemos los urbanitas.
    Envidio tu libertad.

  3. Hola Victor,
    gracias por el texto, era la motivación que necesitaba para decidirme a subir al Potosí. Me voy este verano a Bolivia a hacer un voluntariado y había pensado reservarme un semanita para una ascensión. Ahora me asaltan algunas dudas… buscarlo de antemano o mejor in situ? Tú dónde contrataste al guía? Precio? Llevabas el material propio? (botas sí, pero me refiero a crampones/piolet) y lo más importante… seré capaz? bueno, eso creo que sólo lo podré responder yo 🙂
    En fin… ojalá pueda completar tu relato!
    Alicia*

    alicilla0@gmail.com

  4. Hola Victor,
    Tu texto es muy expresivo…. Gracias
    Me voy a La Paz en setiembre y quiero como muchas personas intentar subir el Huayna Potosi… Donde encontraste tu guía y de que agencia era? Y tengo la misma pregunta que Alicia que material era incluido y que necesitabas tener antes?
    Gracias
    Erika

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