El Rincón del trotamundos. Bernardo Fontana Campos. Laura Patricia Gavilán Iglesias. 10/9/2013
Berni había oído algo de las zonas por las que queríamos viajar y de alguna manera intuía lo que íbamos a encontrarnos, para mi cualquier posible opción era atractiva y la idea de no saber qué encontraríamos y cuál sería el camino me relajaba, no quería planes. Buscábamos disfrutar de la bici, de nuestra compañía y del contraste de los paisajes de una pequeña parte de este país increíble y hermoso que es México. La aventura vendría sola.
Esta es la historia de un viaje en bici, muy poco o nada preparado, pero de una intensidad alucinante que posiblemente nos marque durante mucho tiempo, sino es para el resto de nuestras vidas. Viajamos en bici, ferry, tren y bus por Baja California Sur, Sinaloa, Chihuhua, Durango, Zacatecas y San Luís de Potosí.
Yo volé a Baja California desde Bruselas, en encontré vuelos muy baratos, huyendo del gris y de un invierno sin tregua. Bernardo me esperaba desde hacía meses por allá, disfrutando del mar y del viento. Tras un par de semanas disfrutando de las playas y gastando kilos de protección solar, hicimos nuestra primera escapada en bici.
Por la Baja, rodamos desde Los Cabos hasta la Paz, más de 200km que fueron muy lentos por las características del camino, el viento de cara y porque las calas y playitas a orillas del Mar de Cortés no se podían dejar pasar. Las aguas cristalinas fueron una constante a nuestra derecha, mientras pasábamos pueblitos, ranchos y lujosas residencias de estadounideses que poco a poco se van apropiando del suelo mexicano.
Utilizamos bicis con suspensión y ruedas de 2.0» de anchura, sin ellas, la ruta hubiese sido mucho más dura porque en el camino se alternaba la arena de playa con los cantos y los baches. Acampábamos en playas, y de vez en cuando cenábamos pescado recién pescado por los pescadores de la zona. Si nos tenemos que quedar con un momento de esta ruta posiblemente sea el de desayunar viendo como una ballena gris suelta su chorro de agua a pocos metros de la playa.
Son esas pequeñas cosas que te hacen sentir la persona más afortunada del planeta.
Desde la capital de Baja California Sur cruzamos a México continental para agarrar (que no coger) uno de los trenes más emblemáticos de México, el Chepe, que une Sinaloa con Chihuhua, atravesando las impresionantes Barrancas del Cobre, nuestro destino final.
Las Barrancas del Cobre es un conjunto de 7 barrancas, de las más largas y profundas del mundo, en la Sierra Tarahumara. La zona parece que empieza a tener algo de turismo, fundamentalmente local porque a los gringos la frontera con los USA les sigue pareciendo muy peligrosa, por suerte, el turismo se concentra en un par de pueblitos, y en lo que los dejas atrás, el contacto con sus gentes es total. Los indígenas de la zona son los tarahumaras o como ellos se llaman a sí mismos, raramuri, que en su lengua significa “pies ligeros” y efectivamente son gentes acostumbradas a caminar durante horas y horas desde sus ranchitos en lo alto de las barrancas a los pueblitos de los valles.
Paramos en Creel, queríamos hacer una ruta en bici pero no teníamos bici. Primera gran aventura que nos llevó mucho más tiempo de lo que nos imaginábamos: encontrar una bici que nos valiese, es decir, con un cuadro a nuestra medida, que soportase una ruta como la que pensábamos hacer, que fuese de segunda y que no nos la vendiesen a precio de gringo. Fue una empresa que nos llegó a desesperar pero finalmente lo conseguimos. Orgullosos y radiantes salimos para dormir en el fondo de una barranca, en unas piscinas naturales que nos habían recomendado.
Aquí yo me di cuenta de dónde me había o habían metido, porque el descenso a las piscinas era tan vertiginoso que te dolían las manos de frenar y había momentos en los que quería bajarme de la bici porque me daba miedo que derrapase por todo el peso que llevaba y cayese en picado, no sé cuántos kilómetros fueron, pero se me hicieron eternos y no podía quitarme de la cabeza ¿cómo voy yo a subir esto mañana? que me evacuen que no vuelvo!.
Resultó que las idílicas pocitas estaban demasiado arregladas y que era un sitio bastante conocido por los adolescentes de la zona, quienes nos fueron dando pistas de los sitios con mejores vistas de las barrancas. Al día siguiente, descubrimos que un indio subía a gente hasta la mitad de la barranca con una quatrimoto, así que le dimos parte del equipaje, aún así, la subida fue muy dura porque el camino estaba arreglado con piedras por lo que tenías que subir recto, era imposible hacer “S” y llegaba un momento en que los gemelos te ardían y tenías que parar.
Yo no quería ni pensar que iba a ser así todo el tiempo, subir y bajar barrancas, por lo que mentalmente fue un alivio poder subir, ver que poco a poco era capaz de ir avanzando, porque de repente me sentía que podía ser un lastre para Bernardo, que estaba mucho más fuerte que yo, física y mentalmente.
A los días tuvimos nuestro primer problema técnico, el piñón libre de la rueda de Bernardo no engranaba, un camionero nos llevó hasta Areponapuchi, el primer pueblo en el que podrían arreglarnos la bici. Como en esta vida, nunca hay mal que por bien no venga, gracias a eso pudimos dormir en un lugar privilegiado al borde de una de las barrancas más profundas, viendo como el sol se acostaba en un cortado vertical de varios cientos de metros.
Seguimos avanzando, alternando el verde de los bosques de galería, los pinares de las frías zonas de planicie, y la vegetación desértica de las zonas más insoladas, cruzamos pueblitos, en los que los niños nos seguían entre divertidos y tímidos y los adultos sentían curiosidad por nuestro viaje y nos aconsejaban. Todavía teníamos ante nosotros el gran reto del viaje: la Barranca de Urique y la de Batopilas.
Llegados a este punto empezamos a ser consciente de un peligro añadido que hasta entonces no habíamos tenido especialmente en cuenta, estábamos en una zona con bastante tráfico de drogas, muy disputada por dos cárteles locales, uno de ellos apoyado por el cartel de Sinaloa. Sabíamos desde el principio cuál era la situación y que quizá, por nuestra condición de turistas, no íbamos a ser su blanco pero la idea de imaginarte un todoterreno lleno de hombres armados no era muy tranquilizadora.
Nos habían dicho que no nos pararían si no llevábamos ni drogas ni armas, que no habría mayor problema. Lo pensábamos, pero no hablábamos mucho de ello, si preguntábamos era peor, porque te lo pintaban fatal a pesar de lo acostumbrados que están los mexicanos a este tipo de sucesos.
Estando en Cerocahui nos metieron el miedo en el cuerpo con un pueblecito llamado Mesa de Arturo porque es una zona más o menos escondida en el pinar, un cruce de caminos y zona limítrofe entre el territorio dominado por un cartel y por otro. Lugar idóneo para la lucha entre narcos. La última balasera había sido hacía un mes, y el ejército estaba en el pueblo. Nos recomendaron enérgicamente no quedarnos a dormir en Mesa de Arturo, “pedaleen hasta cerro del Gallego”, nos decían.
Salimos de Cerocahui mucho más tarde de lo debido, tras una sobremesa bastante irresponsable, supuestamente la subida que nos esperaba esa tarde no era tan pronunciada, pero yo fui muy lenta, paraba a cada rato a ver el paisaje, a comer, no aguantaba en la bici, me dolía la espalda, me cansaba cada poco y nos íbamos quedando sin agua. A las 7 de la tarde nos dimos cuenta de que era imposible llegar a Cerro del Gallego, empezaba a oscurecer y empezábamos a tener miedo, teníamos que llegar a algún sitio con gente, allí no podíamos acampar en el medio del bosque y además no teníamos agua, poco a poco fui perdiendo de vista a Bernardo que iba mucho más rápido que yo.
A lo lejos se oía el ruido de un par de todoterrenos y mi mente se imaginaba un coche lleno de narcos armados hasta los dientes, cuando finalmente me adelantaron descubrí que eran de la industria minera de Río Tinto. En otras circunstancias no me habrían hecho mucha gracia, pero en aquel momento di gracias al cielo.
Justo cuando el sol se ponía llegamos a la Mesa de Arturo y tal y como temíamos no parecía un sitio muy agradable, los camioneros de Río Tinto nos aconsejaron que no acampásemos allí, que teníamos que quedarnos a dormir en algún sitio, pero no había ningún sitio donde alojarse y todo el mundo estaba ya en sus casas. Una señora nos dijo que fuésemos a pedir ayuda a las maestras, y allá nos fuimos. Una maestra joven, nos dejo la cocina de la escuela, sin demasiadas preguntas y poco sorprendida de aquellos dos incautos en bicicleta, nos invitó a frijoles y nos dijo dónde podíamos asearnos.
No oímos balaseras por la noche, pero no dormimos bien. Al día siguiente fuimos a Urique, de repente con sol todo parecía distinto, disfrutamos la bici y una ruta maravillosa que al principio discurría por el pinar para luego ir bajando por el borde del barranco, primero de manera suave, luego muy pronunciada.
Otra vez, kilómetros y kilómetros de bajada, tardamos varias horas en bajar y tuvimos que parar para mover las manos porque estaban engarrotadas por frenar. A la bicicleta de Bernardo se le calentaron los frenos de disco y tuvo que bajar andando, yo con los frenos de V clásicos no tuve ningún problema, pero tardamos una hora en encontrarnos.
El día fue intenso pero físicamente no muy demandante. Sólo teníamos que descansar, lavarnos, dormir y preparar la subida más dura del viaje, la del cañón de Urique. Subiríamos desde 485 m hasta los 2000 metros en un día.
En el cañón el calor se hacía insoportable así que madrugamos mucho, a parte del peso de nuestras alforjas, llevábamos mucha comida y 11 litros de agua. Salimos mentalmente muy fuertes y conscientes de que tendríamos que empujar la bici y cruzar algún que otro riachuelo, y con el plan de intentar parar lo menos posible al principio para no estar en la parte baja del barranco cuando hiciese mucho calor. Poquito a poquito íbamos estando cada vez más alto, viendo las casitas de los tarahumaras en la ladera de enfrente, y éramos conscientes de las dimensiones del barranco y de la dureza del terreno, tan árido y abrupto.
Comimos y bebimos mucho, el desgaste del cuerpo era muy acusado, nos pedía azúcar continuamente. Nos quedamos sin agua antes del medio día, así que tuvimos que pedir a los indios varias veces, sin su ayuda y su agua no hubiésemos podido seguir adelante.
Después de 11 horas de esfuerzo llegamos al punto más alto. Pasamos la noche al lado del chozo de un cuatrero y su ayudante, quienes nos dejaron cocinar en su comal y acampar al lado de su chozo. Como agradecimiento compartimos con ellos el poco tequila que llevábamos. Al día siguiente nos enseñaron a hacer tortillas de maíz en el comal y desayunamos juntos.
Nos describieron lo que nos faltaba como parejo y luego con mucha pendiente hacia abajo. Hasta que no me monté en la bici no descubrí lo cansada que estaba, me costaba mucho mantener un ritmo constante en la bici y descubrí que parejo no significa llano, sino que subes y bajas a partes iguales. Por el camino nos encontramos a muchos niños a los que fuimos dando lo que teníamos de comida sin pensar en lo que nos quedaba por recorrer porque nos dijeron que a la hora de comer estaríamos en Batopilas.
Yo no avanzaba y me iba quedando para atrás, necesitaba azúcar y no teníamos nada que comer, así que me dio una pájara y tuve que tomarme un chute de glucosa líquida. En la bajada otra vez le fallaron los frenos a Bernardo y yo no podía esperarle porque necesitaba comer, estaba débil, nos volvimos a quedar sin agua y hacía muchísimo calor. Esta vez no nos encontramos con nadie, la bajada fue muy difícil con arena muy fina en la que la bici derrapaba, con lajas, baches… se hacía muy larga, mis frenos empezaban también a fallar. Me moría de sed, de hambre, de cansancio, estaba cubierta de polvo, enfadada, sólo pensaba en comer y en darme una ducha y Batopilas no llegaba, ni tan siquiera se veía.
Cuando por fin llegué al pueblo atraqué la primera tienda de comestibles y esperé sucia pero feliz a Bernardo. Esa noche hubo cena homenaje de 3 platos y postre en un restaurante!. Al día siguiente me negué a salir de allí en bici, por lo que no nos quedó más remedio que hacer auto-stop con las bicis para llegar hasta una ciudad en la que poder agarrar un bus, ahora ya, rumbo a la selva.
A la Huasteca Potosina en el Estado de San Luís de Potosí llegamos tras dos días en autobús, ya a finales de abril, cuando el sol empieza a apretar. Aquí el problema era la humedad, íbamos dejando gotas de sudor por el camino, a la primera hora ya estabas completamente empapado. Otro problema era la falta de tiempo, nuestros días en México estaban llegando a su fin y nos habían aconsejado demasiados sitios que visitar en este estado mexicano al que apenas se le da importancia en las guías convencionales de viaje.
Cascadas, ríos, simas, jardines en mitad de la selva… cada vez que preguntábamos a alguien por lo imprescindible para visitar se le llenaba la boca con diez o doce lugares “que no nos podíamos perder”. Empezamos por las cascadas de Tamasopo, un lugar idílico, aunque quizás demasiado acondicionado para el turismo local, eso sí, siempre es agradable pedir una orden de tacos después de darte un baño en una poza rodeada de vegetación y coronada por una cascada.
Comida mexicana y pozas de color turquesa, la decisión era dura, pero teníamos que abandonar el lugar rumbo a el sótano de las golondrinas, una sima donde habitan miles de vencejos, que no golondrinas y alguna que otra cotorra. Al lugar hay que llegar antes del ocaso para no perderse la llegada de las aves a sus “hogares”, un espectáculo al que no vimos debido a nuestra mala organización y a unas pendientes de más del 20% en la carretera que une Aquismón y el sótano.
Por suerte el espectáculo de la salida de las aves por la mañana es tan asombroso como el de la llegada y el lugar es mágico y te conecta con la naturaleza como ningún otro sitio. El sonido de miles de vencejos, la trayectoria de las aves alrededor de la sima, el flujo de salida, la salida esporádica de algún halcón y el hecho de que los vencejos inician en ese momento un recorrido de más de 100 kilómetros para llegar al Golfo de México hacen que te quedes embobado siguiendo con la mirada las bandadas de aves.
Nuestro último destino era Xilitla, más concretamente “Las Pozas”, la obsesión de un millonario (Edward James), un jardín hecho de esculturas escondidas por la selva, el arte surrealista en tres dimensiones e integrado en la naturaleza. Un lugar que te absorbe y que te deja con un millón de dudas. Mis dudas no eran sobre las esculturas, todo jardín surrealista tiene que tener unas escaleras de caracol que lleguen a ningún sitio y un pórtico a la selva, un edificio con techo en forma de ballena y puntales que no apuntalan nada.
Mis dudas eran más bien curiosidad por conocer el pasado del lugar, el día a día de los trabajadores mexicanos que construyeron el jardín y su relación con los acaudalados surrealistas amigos de James, sus fiestas… Mi cabeza divagaba con las infinitas posibilidades del jardín y creo que todavía hoy divaga. Objetivo cumplido Sir Edward James, tu obra ahora está dentro de mi cabeza y, como no, México ya forma parte de mi.
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Laurita! Peazo de aventura que relatas! No me perderé tu presentación!
Sencillamente magistral. La narración de la impresionante pedalada de aventura por esos parajes ignotos y salvajes. El límite del ser humano es mucho más elevado del que se le supone al «hombre moderno».
Para disfrutar hay que sufrir primero, por eso existen los aventureros; por eso existen los ciclistas.
Felicidades por la cicloaventura y enhorabuena por la crónica, Laura.
José Ignacio
Muchas gracias chicos, sí, la verdad es que con un buen escenario se olvidan todos los sufrimientos o por lo menos se hacen más llevaderos!
Enhorabuena por esa pedazo de aventura, entre las serpientes, las cuestas, los frenos que no funcionaban… No sé cómo has acabado entera
Maravillosa narrativa y mucho mejor aventura, México es un país fascinante y espero un día podré hacer un viaje así, por lo pronto seguiré ideando un viaje así y un día visitar el norte de México. Gracias por compartir tu experiencia.