El contraste entre la nieve del Atlas y la arena del desierto
Escucho como Roberta Flack canta the first time ever I saw your face y mi cabeza vuelve a Marruecos, a un viaje caótico, improvisado, maravilloso (lo que en principio iba a ser un paseo en solitario por las montañas del Atlas acabó en un alocado viaje en grupo camino del desierto.
En los viajes cada uno encuentra lo que busca, le dicen a Anne Bancroft en la película «84 charing cross road». En mi caso lo que buscaba era el contraste entre la nieve del Atlas y la arena del desierto. Por el camino, el bullicio de Marrakech con su zoco y su caos de tráfico (que debe estar regulado por una ley matemática que a mí se me escapa porque no hay accidentes y eso que las rotondas son sitios de encuentro donde entran coches, bicis, motos, camiones, buses, peatones…
todos a la vez y sale cada uno por donde puede). Y la emoción cuando te acercas ya de noche a la plaza Jema el Fna y ya de lejos escuchas la música, los tambores… y ves a la gente cantar, bailar, recitar, jugar, comer, charlar… último reflejo de un tiempo ya pasado cuando el ocio no dependía de los grandes almacenes o de la tecnología digital.
Y en los ojos te llevas los parajes erosionados, rotundos del Atlas, la alegría tan tonta que nos entró al subir el Toubkal y ver a lo lejos el Ras y el Timesguida. Y los campos rojos de arcilla y los campos de avena, de trigo, de cebada recolectados muchos de ellos todavía con la hoz, campos donde cientos de mujeres se afanan llevando a hombros pesados fardos de hierba.
A uno le impresiona esa sucesión casi infinita de pequeñas, minúsculas tiendas donde se vende todo lo imaginable, donde el tiempo se para siempre ante un vaso de té. Y si tuviera que elegir, me quedo con las kasbahs, esas fortalezas de barro, de adobe, de tapial, algunas sencillas, otras llenas de almenas, torreones y decoración de bóvedas califales, con tracería o mocárabes interminables. Telouet, Ait Benhhadou, Taourirt…
!Con qué ganas me quedé en Ourzazate de seguir bajando al sur hasta Zagora por el valle del Draa, el de las mil kasbahs! A cambio disfrutamos de las cálizas rojas del Todra y de un paseo al anochecer por el desierto de Erg Chebbi para coger una manta y subir a una duna de unos setenta metros (las hay de más de trescientos) y ver amanecer sobre ese mar de arena. Pero con lo que uno se queda es con ese sentido de la hospitalidad o esa alegría amable que poco a poco nosotros vamos olvidando.
Texto de Enrique Galindo, fotografías de José Luis Sancho y Enrique Galindo
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