UN DÍA EN LA VIDA DE TRES MONTAÑEROS

Texto y fotografía de Dani

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Nuestra aclimatación tuvo mucho más que ver con los vientos fríos que soplaban esos días. En lo psicológico, la vía ferrata del día anterior nos sirvió para perder un poco de respeto a los patios. Con todo, el viernes 9 subimos en coche (estaba abierta la pista de Vallibierna) hasta el Refugio de Pescadores. Al llegar allí, ya de noche, nos percatamos del humo que salía del interior. Al entrar, unos leños ardían a baja intensidad, y el lugar presentaba un cuadro viviente de objetos recién utilizados. En la mesa, alimentos e utensilios de cocina. En las literas, esterilla y ropajes. En el suelo, un cuenco para la comida, seguramente, de un perro. Todo esto nos dio buena espina, era como un pequeño refugio guardado por un ermitaño de las montañas, donde se notaba el calor y olor del fuego. Este sería nuestro hogar para esos días.

Al poco de instalarnos, apareció el ermitaño. Su nombre y procedencia, que supimos al día siguiente, Dani de Barcelona, y su animal, perra, Lluna. Ellos llevaban ya varios días allí, dedicándose principalmente a la ascensión de los picos de la zona. Esto nos permitió preguntarle por el estado de las montañas, la cantidad y tipo de nieve y nuestra ruta al Aneto. Después de una comida-cena abundante, no fuimos a cual abuelos, al catre. La intención era levantarse muy pronto, y tanto que así fue, que a las 4 am estábamos ya retozando para salir del saco. El frío se notaba en cuanto sacabas la piel, por lo que rápidamente atendimos a vestirnos y preparar el material. Llevaríamos piolet y crampones por lo que pudiéramos encontrar. De comida, barritas energéticas y poco más.

El desayuno, rápido, un poco inconfortable por el frescor, consistió en batidos de chocolates y bollería industrial plastificada. Así, con todo, nos dispusimos a esos de las 5 am a partir mucho antes del amanecer. En fin, nos gusta la nocturnidad. A veces, como en esta ocasión, es producto de la planificación, agradecida por la pronta llegada del amanecer. En otras, como sucedió en Sierra Nevada hace un año, fruto del despropósito.

Desde el refugio de pescadores, junto al puente de Coronas (1.950 m), empezamos avanzar por la antigua vía de saca, antaño utilizada para extracción de madera de pino negro o Pinus uncinata. En la actualidad, dicho camino forma parte un sendero marcado (GR-11).

Nuestras miradas iban al frente, siguiendo la estela de nuestros frontales. Lo primero que nos sorprendió fue el espectacular cielo que nos recibía de madrugada. Más abajo, la mirada hacia los flancos, nos hacía sospechar de barrancos, riscos y pinos encaramados. Rápidamente giramos hacia la izquierda en dirección al Valle de Coronas y empezamos a subir la primera de las cuestas. Habíamos planeado la ascensión a modo de niveles o pantallas de video juego. Esta partida constaría de 5 de esas pantallas, cada una referida a cuestas de distinta dificultad.

Al principio, dada la temperatura y la sensación de frío, llevamos todos los abrigos disponibles. Pronto Fran y yo, hubimos de desechar ropa, mientras que César lo haría más tarde. El camino, al avanzar por el Valle de Coronas, se fue complicando, convirtiéndose en auténtico mar de rocas, que nos hizo poner mucha más atención en los mojones. Aún así, hubo algún momento de desconcierto en nuestra orientación. Menos mal que César y su intuición, hacen una pareja infalible en estos casos.

Poco a poco se notaba una mayor claridad, aunque insuficiente para eliminar frontales. Los troncos de los pinos empezaban a encontrarse más desperdigados en el paisaje, señal inequívoca de ascensión. La primera cuesta tocaba a su fin. Allí nos esperaría el ibonet de Coronas (2230 m) al cuál llegaríamos una hora después de nuestra salida. Sus aguas mostraban una profunda oscuridad y cierto aire siniestro. El viento apareció de forma súbita, justo para darnos cuenta de su frío y cortante matiz.

A partir de aquí, el paisaje cambiaba, las rocas eran más grandes, muchas de ellas formaban grandes placas muy marcadas por el antiguo glaciar. Esta placas resultaban muy cómodas por su gran adherencia. También empezamos a encontrar nieve en nuestro camino, por lo que dad la jocosidad del camino, decidimos brincar entre piedras, evitando lo engorroso de andar por este terreno.

La segunda cuesta nos llevó al primer ibón de Coronas (2610 m), el cuál superamos saltando por grandes bloques que hay en su desagüe. Con todo, empezamos la tercera de las cuestas. El amanecer era un hecho, pero no en nuestro entorno. Las impresionantes crestas que nos rodeaban impedirían la entrada de los rayos de nuestra estrella hasta bien metida la mañana. Una pena, ya que soplaba un viento frío bien malévolo. Rápidamente alcanzamos el segundo ibón de Coronas (2.725 m). Habían transcurrido unas 2 h y media de ascensión.

Rodeamos el ibón por la derecha hasta llegar a la morrena del prácticamente extinto glaciar de Coronas. Fue en ese momento, antes de afrontar la cuarta de las pantallas, la más dura, cuando paramos a tomar agua y nuestro único alimento, barritas energéticas.

Empezamos a ascender por una cada vez más empinada ladera. Intentábamos seguir nuestro patrón rocoso evitando nieve y pequeñas placas de hielo. Fran, que llevaba en la mochila las botas duras, hizo hasta aquí el camino en zapatillas. Pero las condiciones empezaron a cambiar y empezó a ser inevitable pisar el blanco elemento. César y yo decidimos que había llegado el momento de ponerse crampones. Los últimos 100 m antes de llegar al collado se convirtieron en un semicorredor, por lo que hubo que sacar piolets. En ese momento apareció el sol en nuestros rostros y nos llenó de optimismo. Yo quedé un poco rezagado, pero finalmente alcancé a mis compañeros. Una trepadilla final en terreno mixto nos llevó arriba del collado (3.198 m). El paisaje que se apareció ante nuestros ojos nos enseñaba el glaciar del Aneto, una espectacular visión para nosotros solos. Una vez más, la montaña se presentaba solitaria, sin más pisadas que las nuestras.

Tomamos el camino de la Renclusa y aprovechamos la última ladera helada para que yo practicara pasos de crampón. Así, disfrutando ya de la panorámica, alcanzamos el Paso de Mahoma. Sin dudarlo, afrontamos el paso sin temor, comprobando su cierta facilidad. Y así, vimos la famosa cruz del Aneto a 3.404 m. Allí estábamos, en la cima de los Pirineos, aquella cumbre conquistada un 20 de julio de 1842 por un militar ruso y un botánico normando.

La panorámica que se extendía ante nuestros ojos era infinita, el cielo tenía el color de las grandes ocasiones y nuestras manos volvían a juntarse para celebrarlo. El viento soplaba frío, por lo que hubo que buscar resguardo cerca del Paso de Mahoma. Y así, con un bocado y un trago de agua, disfrutar del privilegio de estar allí.

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