Una odisea en el Alto de la Batalla

José Acera

Para hacer esta ascensión solo hemos tenido que acercarnos hasta la sierra de Gredos, concretamente al pueblo de Bohoyo, Rafa, Cañada, Cesar, Juanjo, Antonio, Jesús y yo. Los vehículos los hemos dejado un poco más allá del pueblo de Bohoyo, en la carretera que une este pueblo con Navamediana, donde esta situado el campo de fútbol. Este es el inicio de la ruta que nos adentra en la larga Garganta de Bohoyo por donde discurre el sendero señalizado del (PR-AV-16). Toda la primera parte de esta ruta de aproximación se hace por un ancho valle entre robles, álamos, sauces, alisos, piornos y algunos servales y tejos.

El agua nos acompaña, al igual que los refugios constantes y las montesas, que curiosean desde lejos con avidez, siempre en guardia, y cubriendo la delantera los enormes machos con su cornamenta.

La nieve esta vez se hace esperar y es casi al cabo de unos diez kilómetros cuando se hace presente de verdad, justo en los momentos que debemos de ir pensando en atravesar la garganta para cambiar de mano, hacia las laderas que nos llevarán a nuestro destino de hoy.

Enfilados al Puerto de la Serradilla, las laderas de la sierra aparecen cubiertas por la nieve, nieve fresca que engaña en el agarre, pues debajo es el hielo quien hace acto de presencia.

Tras serpentear entre escobas y terreno en mal estado, decido meter al perro en la mochila (Lyra), la subida desde los primeros pasos no te permite intuir en que estado estará la nieve, y el animal lleva trabajado lo suyo, intentando salir de los «buracos» en los que queda hundida paso a paso.

Los crampones se hacen necesarios de inmediato, y a partir de aquí corresponde no perder el ojo a Jesús, que, aunque prudente, le falta la experiencia y la práctica, y aquí son necesarios además de los cinco sentidos una precisa concentración y confianza en uno mismo. Un días propicio para alimentarla de oxigeno puro los pulmones y llenar la mente de este ensordecedor silencio que lo cubre todo en un día como el de hoy, gris, entre niebla, cerrado, presagiando tormenta, y enraizándonos como nunca a la tierra que nos lleva.

Arriba seguimos en busca de nuestro destino, solo el filo del crampón rompe la monótona y tranquila subida, debemos de hacerlo poco a poco, que la respiración haga prácticamente todo, nuestras piernas se dejan llevar y solo el piolet actúa de timón en la ladera.

Unos metros más adelante es Cesar quién hoya la huella que nos servirá de enlace, pues la niebla apenas deja imaginar el final de nuestros destino.

Alcanzado el Collado viene el descanso, y la falta de orientación, unos momentos de indecisión y de diversidad de opiniones nos ponen de nuevo en ruta, entre el GPS y el olfato del viejo montañero, que sabe más por viejo que por montañero.

Un hilo de luz enciende el día, cual ventana orientada al horizonte en el amanecer, ahora si, vemos el  Collado por el que nos aupamos y el corte que asoma hacia el oeste,…menos mal, la orientación ha sido la adecuada.

Solo nos queda seguir adelante, dirección Norte prácticamente, buscamos el refugio que se encarama en el Alto de la Batalla, ¿y a que vendrá este nombre?, tal vez aquí lucharan los ejércitos musulmanes, tal vez sea el encuentro de esta divisoria principal testigo de batallas ahora olvidadas, o simplemente se deba el nombre a la competencia de los vientos de Norte y Sur por adueñarse de la planicie que anticipa el alto que evocamos.

¡Luz de luces, paso andado!, por fin nuestro final, estamos en el refugio y por ello los dos mil doscientos sesenta y cuatro metros alcanzados, la alegría nos llena, para mí, hoy es una gran cumbre, un objetivo deseado, entre todos hemos aupado a Jesús, que puede de esta manera anotarse su primera ascensión.

Ahora, de nuevo la puesta en escena de las diferentes posibilidades para regresar a nuestro camino, y una vez más el acuerdo se consigue, y por ello somos premiados por una nueva ventana de luz que nos permite ver la grandiosidad de las alturas desde la tribuna de este anfiteatro.

Ha sido un día completo, comemos abajo, sobre las cinco de la tarde, y una vez que hemos podido desembarazarnos de los crampones, todos satisfechos y embuidos en largas conversaciones que acompañan nuestros pasos, no en vano son unos casi treinta kilómetros, entre subir y bajar, y unos mil cien metros de desnivel, o algo más, pero que importa, como decía Anatoli Bronkreev; «LAS MONTAÑAS NO SON ESTADIOS DONDE PRACTICAR NUESTRA AMBICION DEPORTIVA, SON CATEDRALES DONDE PRACTICAR NUESTRA RELIGION»

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