El Rincón del Trotamundos. 11/5/2015
En mayo, siempre hacia el sur, buscando la primavera que despierta del invierno, buscando la buena temperatura, el sol que luce pleno durante esta época del año sin demasiado calor. Buscando esos días que se alargan y hacen germinar las semillas que guarda en su interior la tierra durante el frío invierno y que ahora brotan con la lluvia y la subida de la temperatura. Días en los que florecen árboles y arbustos, y las plantas silvestres crecen en los campos.
El viaje al sur, nos regaló una mañana espléndida, de luz cálida, ambiente sereno y limpio, trasparente como un cristal recién limpio. Una naturaleza que se translucía radiante, enmarcada como un cuadro por la niebla que se adhería a las montañas deshaciéndose con la subida de la temperatura. Una niebla derivada de la humedad que dejaron en el ambiente las lluvias de la noche al paso del frente que de, oeste a este, barrió la Península.
La primera parada la hicimos en el famoso pueblo de Hervás, famoso por sus bosques de castaños, su clima templado y por conservar en su casco urbano, una de las mejores juderías de Extremadura. Lo primero que hicimos nada más llegar al pueblo, fue buscar la churrería y ponernos bien de porras, un auténtico manjar, especialmente para los amantes de los deportes de aventura. Nos habían comentado que en casi todos los pueblos de Extremadura, pero muy especialmente en Hervás, se podía degustar este exquisito manjar.
Tras darnos un paseo por las típicas calles del pueblo, muy animadas a esas horas tempranas de la mañana, nos adentramos en el barrio de la Judería, callejeamos y disfrutamos de su singular arquitectura: calles estrechas, empedradas, casas de adobe y entramado de madera, amplios voladizos y contrachapados de teja árabe en las fachadas. Para disfrutar de todo el conjunto urbano, ascendimos hasta lo alto del pueblo donde está situada la iglesia, el templo se levanta sobre las ruinas de un antiguo castillo, del que aún se conserva la torre y parte de la muralla.
Siguiendo hacia el sur, llegamos al Parque Natural de Monfragüe, nuestro propósito era empaparnos de naturaleza, de primavera, buscar un lugar donde el silencio y los animales salvajes fuesen los protagonistas. Pero como casi siempre suele pasar, una cosa son los deseos y otra bien distinta, la realidad. El caso es que nos encontramos con riadas de gente que buscaba lo mismo que nosotros pero en familia y acompañados de las mascotas. De inmediato pensamos que el día y el lugar elegido para visitar Monfragüe no era el más apropiado.
Cuando el viento sopla en contra, hay que buscar cómo mover la barca, y eso fue lo que hicimos, pensar como cambiar el rumbo. De inmediato se nos ocurrió la idea de hacer una ruta que no suelen ofertar en los folletos de turismo que publican del Parque Nacional de Monfragüe, la ruta marrón. Era la única forma de escaparse de la marea humana. Tras pedir información y obtener autorización previa, emprendimos la aventura por un territorio desconocido para nosotros pero que a priori prometía lo que íbamos buscando.
Al principio, el sendero elegido, coincide con la ruta verde, por lo que fuimos durante un rato, bien acompañados de animales no siempre respetuosos con la naturaleza. Cuando llegamos al punto en el que ambas rutas se separan, la paz se hizo con nosotros y pudimos disfrutar del silencio, de la primavera en todo su esplendor y de la sublimen belleza que reina en estos fragosos parajes en los que destacan los cantiles rocosos y los profundos meandros. Además aprovechamos la calma para hacer una parada y reponer fuerzas dando cuenta de un delicioso pastel casero.
Una primavera llena de esplendor, de olores y colores: las esbeltas matas de cantueso desprendían su fragante aroma a nuestro paso, fragancia que se mezclaba con el penetrante aroma de las flores de las jaras, los brezos, el torvisco, las escobas y cornicabra, todos presentaban sus mejores galas. La floración de las especies arbóreas también desplegaban su aroma para atraer a los insectos: encinas, alcornoques y robles. Toda la gama de colores y olores, se antojaba como si fuese una orgía de la naturaleza que penetraba intensamente en nuestros sentidos.
Sierras, gargantas, miradores y una gran variedad de especies mediterráneas, nos acompañó durante todo el recorrido, junto con el canto de una gran variedad de pájaros que se posaban en los árboles y las rocas, ensalzando sus cantos y sus bellos plumajes. En el camino no faltó el encuentro con algún que otro ciervo, corzo, gato montés y buitre negro. En el río Barbaón, nos deleitamos observando los numerosos barbos que buceaban en las aguas de este río, buscando alimento.
Pronto alcanzamos el puerto situado en la Sierra de Santa Catalina, un mirador fantástico de las dehesas extremeñas y el tortuoso curso del río Tajo. En este punto, decidimos darnos la vuelta y regresar al lugar de partida para hacer acopio de agua y recuperar energías. Por el camino, nos dimos un baño de pie en el río Barbaón, fue un autentico bálsamo, no solo para los maltratados pies, también para el cuerpo, y sobretodo para la mente, el cansancio ya se hacia sentir.
Solo el calor y la falta de agua, nos incomodó durante la ruta. El calor fue algo imprevisible, pero el agua, en parte fue fruto de nuestras prisas por salir del poblado de Villareal de San Carlos, y de la falta de información en la oficina del parque, pues tendrían que habernos dicho que en los 25 kilómetros de ida y vuelta que tiene esta ruta, no hay ni una sola fuente, salvo en la variante norte de la ruta verde que si hay una.
Tras tomar un poco de agua y alguna bebida tonificante en un bar de Villareal, seguimos nuestra andadura, ahora por la ruta roja, la que lleva al puente del Cardenal, la fuente del Francés, y sube por la umbría de la sierra hasta alcanzar los altos riscos, donde se halla situado el castillo de Monfragüe y la ermita del mismo nombre. El agua de la fuente del Francés, una delicia, aunque mana muy poco pues apenas a llovido durante el invierno.
El sendero de subida al castillo, parte de la misma fuente del Francés y zigzagueando, asciende por un cerrado bosque formando en algunos casos una galería por especies varias; cornicabra, acebuche, madroño, robles, encinas, lentisco, rusco. Sin dar un momento de tregua, el camino asciende hasta lo más alto de los riscos de granito y se adentra en el pequeño recinto amurallado del castillo por un arco que mira hacia el norte.
Ya en lo alto, lo primero que hicimos es dirigirnos hasta el chiringuito que tiene montado un lugareño en el recinto, y nos tomamos unos helados y una bolsa de patatas, un autentico manjar para después de un día de esfuerzo físico y sudores. Subimos asta lo alto de la torre del castillo por unas estrechas y oscuras escaleras, donde un ventanuco era la única luz que había. Genial la panorámica de ciento noventa grados que se contempla desde la torre del homenaje del antiguo castillo.
Sentados sobre la cima de sus almenas, disfrutamos de un extraordinario paisaje, Monsfragorum, “Monte Fragoso” como lo denominaron los romanos, y Al-Mofrag «el abismo» los árabes. Uno siente que un penetrante escalofrío recorre el cuerpo al contemplar este salvaje territorio donde el hombre y la naturaleza convivieron en la prehistoria como lo atestiguan las pinturas halladas en el parque. Esta atalaya situada en plena sierra fue utilizada a lo largo de su historia por celtas, romanos, árabes y cristianos que hicieron de ella uno de los puntos más inexpugnable de la zona debido a su estratégica ubicación.
Al principio cuando llegamos al castillo, tanto los miradores como las torres, estaban muy concurridos, pero con la caída de la tarde, el personal se fue marchando y al final quedamos nosotros solos abrumados por tanta belleza. Durante más de medio hora disfrutamos de un sobrecogedor silencio, integrados en un territorio salvaje modelado por los elementos, donde las últimas luces de la tarde se desvanecían por momento y las sombras de la noche caían sobre el abismo de las sierras, en esos precisos minutos los cantiles dibujaban caprichosas siluetas sobre el montaraz paisaje de Monfragüe.
Mientras contemplábamos esta estampa, los buitres leonados que regresaban a sus aposentos situados en los cantiles rocosos que hay bajo el castillo, donde pasan la noche, planeaban en circulo sobre nuestras cabezas sin batir alas, dejándose llevar por las corrientes de aires templados que hay en zona. Observando estas fantásticas aves, esperamos hasta que el sol se ocultó entre las nubes que cubrían el horizonte, nubes que se reflejaban en las aguas del río Tajo y el Barbaón que como grandes espejos iluminaban las sombras del atardecer.
Monfragüe esconde bajo el agua muchas historias, alguna de ellas realmente dramáticas.
Cuando ya nos disponíamos a abandonar el solitario recinto de la fortaleza, extasiados por este viaje de primavera en el Parque Nacional de Monfragüe, descubrimos asomándose entre las nubes, justo sobre la torre del castillo, el esplendor de la luna que tímidamente iluminaba los torreones y los cantiles rocosos de la sierra que se ocultan entre acebuches y cornicabras. Sin buscarlo, nos encontramos con una estampa mágica de Mongragüe, estampa difícil de olvidar para un viajero amante de la aventura y los espacios naturales que dejan huella en la memoria viajera.
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