“Que sabio es el equilibrista, le asusta caerse y ama las alturas” Andrés Neuman
Cada vea que volvemos a una montaña la encontramos distinta, cambiada. Todo es diferente a la última vez: las rocas, las distancias, el agua y la nieve, incluso el cielo ya no es el mismo. Pensamos que nos engañan los recuerdos y no nos damos cuenta de que somos nosotros los que hemos cambiado.
Qué lejos aquella primera vez que vinimos a Gredos a hacer culiplás en el prado de las Pozas, a deslizarnos con un plástico por la nieve esquivando las piedras mientras mirábamos con curiosidad a los que pasaban con mochilas y piolet.
Qué lejos la primera vez que subimos al Almanzor (tuvimos que preguntar en la Peña del Rayo cual era de todas las que veíamos, no fuera a ser que subiéramos otra sin querer).
Lo que uno nunca olvida es la primera vez que pasa la portilla del Crampón, con ese algo de paso iniciático que tiene. Parecido, de alguna manera, al Paso de Mahoma en el Aneto o a la Escupidera del Monte Perdido. Y emociona recordar los nervios y el miedo de aquella primera vez. Era una sensación especial como en los niños, que les atrae lo que a la vez les da miedo. Ya se sabe que en el vértigo hay un impulso de caída, una atracción hacia el abismo.
Por eso volver al Almanzor como este jueves es volver a ser un niño: saltar desde el punto geodésico intentando caer dentro de una cumbre que no es muy amplia o bajar las canales haciendo culiplás, que no es muy montañero pero es tremendamente divertido. Porque la montaña sólo es una excusa para disfrutar y reír juntos. Como dice Guillermo cada vez que nos despedimos: cuento los días que faltan para volver a vernos.
Texto y fotografía de Enrique Galindo